Ir al contenido principal

234. Aquellos veranos en Fuentes Claras

La Tajadera (núm. 22), mayo-junio de 2020

Los que hemos nacido fuera de la comarca recordamos intensamente aquellos veranos pasados en el pueblo. Los esperábamos cada año con ilusión, al acabar la escuela: volver a Fuentes Claras suponía sobre todo retomar la bicicleta, un hábito impensable sobre el asfalto de la ciudad. Durante horas y horas, aun bajo de forma y llevando meses sin montar.

Con razón era conocido como el pueblo de las bicicletas, pues ha tenido más que habitantes y durante un tiempo llegaron a matricularse. En verano se multiplicaban y mozalbetes de la gran ciudad poblaban sus calles cada año. Cualquier rincón era bueno para reunirse: el viejo frontón, la costerilla de San Ramón, enfrente del Bar de la Amada, la fuente vieja, enfrente de la Iglesia de San Pedro o la Casa Grande, o en los lavaderos del Chopo y del Cubo. No había móviles, ni redes sociales; ni falta que hacía, todos acababan sabiendo dónde habías estado.

El terreno, casi plano en toda la comarca, ofrecía infinidad de pequeñas rutas a lo largo y ancho de Fuentes Claras. Unas carreteras locales siempre desiertas: pocos turismos, algún tractor, algún carro tirado por mulas y llenas de baches. Los caminos estrechos, pedregosos pero transitables. Ir a la capilla del Santo se antojaba corto; mejor hasta la estación de tren y, desde allí, escoger visita a Caminreal, el Torrijo, y si había ganas hasta Villalba. Y por qué no, a veces hasta Monreal. Otros días por el camino del Poyo hasta Calamocha y luego camino a Navarrete, Barrachina... el cicloturismo hace años que está inventado.

En el camino escuchaba el sonido del ambiente, olvidado y perdido en la gran ciudad. Percibir el son del viento entre las choperas, otear el infinito del horizonte y los colores de los campos recién segados, oír a lo lejos algún rebaño de ovejas, un balido lejano, una garza perdida. Un viejo peirón, una puerta ajada, piedra en muros y paredes. Acercarse a uno de tantos cursos de agua y percibir su rumor; las balsas, el Lavador, el Pequeño, siempre el Jiloca. El silencio, que habla por sí solo. De todo, menos mar.

Cada verano la misma rutina en Fuentes Claras, pero nunca igual. Y así hasta el siguiente año. La vida pasa y el pueblo, con sus bicicletas y su paisaje, siguen ahí. Sigue siendo único en cada retorno.